
No hace muchos días, en una conversación nocturna, discutía sobre la acepción de la violencia de género y la diferencia que ésta suponía con otras violencias domésticas.
El detractor del término violencia de género, desconfiado del acuñamiento que se le dio en 1999 por parte de las Naciones Unidas, cuestionaba que el género fuera determinante entre las relaciones sociales, ámbitos e inter-relaciones.
La violencia de género, según la definición de la ONU es el acto de violencia, sea de la índole que sea, por el mero hecho de la pertenencia al sexo femenino. Es decir, por el hecho de ser mujer, tener que soportar unas concepciones que nos han minusvalorado, menospreciado, dominado y limitado. Y esto ha sido universal, es decir, en todas las culturas, en todos los lugares del mundo.
Que mujeres y hombres somos diferentes biológicamente, es evidente, ahora bien, es igualmente cierto que en el ámbito de la cultura, de las relaciones sociales, del poder es donde se generan las desigualdades y que éstas se pueden potenciar o inhibir, a través de las leyes, políticas proactivas, a través de la educación, de la prevención, del fomento de los valores de la igualdad, etc.
El feminismo como teoría política reivindica el fin de las desigualdades sociales e injusticias contra la mitad de la población, las mujeres, pero además, siempre ha sido sensible a alzarse contra otras injusticias. No olvidemos que sirvió de base teórica para la abolición de la esclavitud, o para la redacción de la Declaración de los Derechos Humanos. A pesar de lo que creen algunos, el feminismo, como heredero del pensamiento político ilustrado, reivindica la universalidad.
Ha sido desde el feminismo, teoría crítica que forma parte de las “teorías de la sospecha” ha cuestionado un orden simbólico hegemónico basado en la dominación masculina en todos los niveles. Hay dominadores porque hay dominadas, porque el sistema de reproducción cultural ha “naturalizado” (o sacralizado, diría yo) determinadas prácticas arbitrarias y concepciones sobre lo que tienen que ser los hombres y tenemos que ser las mujeres.
Por eso, reconstruir un nuevo orden simbólico, desde el empoderamiento y huyendo de las heterodesignaciones de género, es fundamental, para acabar también con la violencia de género. Tenemos que trabajar porque al primer síntoma de la violencia de género, las mujeres reaccionen, y den pasos al frente, en lugar de retroceder, y regalar a esos necios un espacio de dignidad que sólo les corresponde a ellas.
Ese caldo de cultivo de la violencia, esa ideología patriarcal es la que nos ha negado los derechos sociales, políticos, de ciudadanía a lo largo de la historia, y que gracias a los pasos al frente de muchas mujeres valientes, muchas hemos podido ser hoy lo que somos: universitarias, políticas, ciudadanas de pleno derecho. Pero hay mucho por hacer y no podemos caer en los “espejismos” de la igualdad. Hoy más que nunca los organismos de igualdad autonómicos e insulares son fundamentales para empujar esta empresa que nos concierne a toda la sociedad: a hombres y mujeres.
Es alucinante ver cómo de las 30 empresas que Zapatero ha convocado para el sábado, no hay ni una mujer. Desconfiaría exactamente igual de quien ostenta el verdadero poder en este país, pero es significativo de algo, de lo machista que es todavía nuestra sociedad.
Poco a poco, y con la cabeza dolorida de los cristalitos, entran las mujeres en los Consejos de Administración, en las Cátedras, en las Academias, esta msima semana Ana Maria Matute ostenta el mérito y honor de ser la tercera mujer que gana el premio Cervantes.
Hay una inercia muy potente que vencer; la misma que provoca que no exista una correlación entre la realidad de las universidades -con más mujeres tituladas- con los puestos directivos y de responsabilidad en las empresas.
La violencia de género es la punta del iceberg de un tipo de concepción machista, sexista, de una ideología patriarcal que se reproduce desde tiempos atávicos. Quienes confunden maliciosamente diferencia, diversidad, con desigualdad, quienes atacan y cuestionan nuestros derechos, nuestros avances, sintiéndose atacados o en peligro, es porque tienen un serio problema con su propia construcción identitaria.
A cada paso que damos, una resistencia se le opone. En este país hay demasiadas virilidades patológicas, en las últimas semanas hemos asistido a los exabruptos misóginos en medios de televisión públicas, exhibiciones prescritas de pederastia, y como algún representante público, en alusión al alcalde de Valladolid, viven todavía en la caverna de las relaciones igualitarias y libres.
En el Consejo de Ministros de mañana, la nueva titular del Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad presentará una iniciativa que será bien acogida por toda la sociedad, y especialmente por las mujeres víctimas de violencia de género, sus familias. Tal iniciativa protegerá los derechos de los niños y niñas imposibilitando la convivencia (siempre y cuando haya sentencia en firme) con un padre probadamente maltratador. Además, se imposibilitará que después de un asesinato, éste pueda quedarse con el patrimonio de su mujer.
64 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex -parejas en lo que llevamos de año, y esta violencia ha acabado también con 4 niños.
Desde la entrada en vigor de la ley integral contra la violencia de género (2007) muchas mujeres han podido ser protegidas y con derechos reconocidos para reemprender su proyecto vital con autonomía. Ahora bien, la ley por sí sola no es milagrosa, y queda mucho trabajo por hacer y en esta tarea nos tenemos que implicar toda la sociedad.
Son preocupantes las denuncias que en los procesos judiciales por maltrato se han retirado. Desde el 2007 la tasa de agredidas que interrumpen el curso de las denuncias (con la ratificación delante del juez), muchas de ellas, perdonando a sus compañeros, ha crecido en un 46,4%.
De las fallecidas de este año, sólo 16 mujeres (un 25%) había denunciado previamente su situación. La denuncia es fundamental para poner en marcha el circuito de protección, por eso el entorno de estas mujeres tiene que implicarse, colaborar, para que las mujeres víctimas rompan el ciclo de la violencia, busquen ayuda y no acabe la situación de la peor manera posible.
Un año más, no podemos bajar la guardia contra la violencia de género, no podemos aflojar en este camino hacia la igualdad y en destinar los recursos adecuados desde las instituciones.
En este camino de apoyo psicosocial la semana pasada entregué la distinción autonómica de los Premios Violeta de JSE a la Oficina de la Dona del Consell d’Eivissa, que lleva una larga trayectoria apoyando a las mujeres víctimas, a sus hijos y trabajando con la juventud en los institutos para concienciar de violencia de género en la pareja y ayudando a identificar relaciones abusivas y de control.
Sin lugar a dudas, el camino, tiene que ir por aquí, pero la colaboración ciudadana es fundamental para no banalizar la violencia contra las mujeres y para rechazar cualquier tipo de conducta, sea del tipo que sea, verbal, física, psicológica, que implique un menoscabo de la dignidad de las mujeres.